“Todo” comienza
entonces a los veintiún años. Yo llenaba entonces, y trabajosamente, las hojas
de un grueso cuaderno “Avón” mientras que, manipulando palabras, hacía una
cierta experiencia del mundo, a cuyo sentido, o contenido, llamaré de esta
manera: lo siniestro. Esto significa: que quería ser escritor y que cuando
intentaba hacerlo encontraba que no conocía el nombre de las cosas. Que no
conocía ninguna palabra, por ejemplo que sirviera para distinguir el estilo a
que pertenecía un mueble. Y tampoco conocía el nombre de las partes de un
edificio. Si el personaje de mi novela bajaba por una escalera, y apoyaba la
mano mientras lo hacía, ¿dónde la apoyaba? ¿En la “baranda” o en la
“barandilla”? Y si el personaje miraba a través de un balcón, ¿cómo nombrar a
los “travesaños” del balcón? Travesaños, simplemente. O tal vez “barrotes”. Pero
me perdía entonces en el sonido material de las palabras y me parecía grotesco
y desmesurado llamar, por ejemplo, “barrotes” a esos “travesaños”. Y si me
decidía por la palabra “travesaños” me parecía de pronto pobremente descriptiva
para contentarme con ella. Si mi personaje debía caminar por la calle, y creía
imprescindible envolverlo en la atmósfera propia de un determinado momento del
día, había que decir “que caminaba bajo los árboles”. ¿Pero qué árboles? ¿“Pitas”
o “Cipreses”? ¿Se dan cuenta de la locura? Lo siniestro era el descubrimiento
de aquel idiotismo. Yo, seguramente un idiota mental, pretendía escribir. Tenía
miedo. Ese miedo nunca me ha abandonado. O mejor: el miedo nunca me ha
abandonado.
Fragmento de “Roberto Arlt, yo mismo”, de Oscar Masotta.
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