A los hijos que no tuve.
A los poemas que nadie escribió.
Dedico este poema a las madres que no amaron a sus hijos.
A las que murieron en hoteles
sin que nadie les acompañara.
A los poetas que viven olvidados en alguna antología.
Al poeta en su velorio con su boca cerrada para siempre.
Lo dedico al autor de las pintas en los muros.
Al torturado anónimo.
Al que nunca dijo ni su nombre.
Dedico este poema a los que gritan de dolor y también a las parturientas.
Lo dedico a las suicidas.
Al que lava cadáveres.
A las mujeres que se acuestan con todos.
A los que siempre duermen solos.
Dedico este poema a los que no frecuentan cafés ni piscinas ni saben hablar por teléfono.
A los que no entran en los bancos ni salen en la tele.
A las de primaria vespertina que reciben declaraciones de amor con faltas de ortografía.
A los poetas que nunca comienzan a escribir.
A las que no se atreven a opinar ni a levantar la voz.
A las que no pueden estar felices sin el consentimiento del macho.
A las que duermen con sus delantales puestos y piensan en el quehacer mientras sus maridos eyaculan prematuramente.
A las que tortean en jacales y no tienen sillones.
A los que arrullan a sus hijos en tzotzil y traen mugre bajo las uñas.
A los pepenadores.
A los que chaporrean siembran nopales y comen tortillas con sal.
Al sereno que también trabaja de día.
A la de la chancla rota que tiende cien camas cada mañana.
Al viejo sin dientes que merca chicle en la playa.
A los que viajan parados a la tierra del cacao.
A las que traen las caras negras y la cicatriz del llanto en la sordera.
A la que da el pecho a su hijo en el cañaveral.
A los que buscan el arco iris en el aceite de los charcos.
A la que chapotea en las cascadas y se moja el pelo con agua de lirios.
A los remeros que inventan el canto con sus brazos.
A los que lavan el nixtamal bajo la lluvia.
A las que acarrean el agua en cántaros y caminan por la carretera.
A la niña viendo luciérnagas.
A la niña con el candil en la mano.
A los chamacos que saltan con el rastrojo en llamas.
A los que corren sobre el fuego entierran a sus muertos en la cocina y cantan entre los escombros.
Al que engaña a su muerte en la cama de los moribundos.
Al que baja de los cerros para no quemarse con las estrellas.
Al que agarra la mano de la muerte y baila con ella.
A las que tienen muchas nueras y cargan iguanas en sus cabezas.
A los colochos que venden nieve en tierra caliente.
A los camaroneros divisando el cometa de madrugada.
Al que arremanga su camisa y pide un hacha.
A la que vende tamal de bola, de mumu y chipilín.
A los que cortan elote tierno para comerlo crudo y amarran la pata de perro que roba pollo.
A los que hacen las maracas y matan por amor.
Al que se avienta al hoyo en el entierro de un amigo.
Al poeta que no puede bajar del techo por estar tan enamorado.
Al que hace lo que puede.
Dedico este poema al hombre encadenado.
A los niños golpeados.
A los hijos de alcohólicos.
A las que cuidan a las criaturas de otros y ven a las suyas cada quincena.
A la que trapea en el colegio y no sabe firmar su nombre.
A las que comen en la mesa del hospicio.
A los tullidos que se acurrucan junto al horno en alguna panadería.
A los que atienden los baños públicos y barren las calles al amanecer.
A las que bailan en cabaretes y están hartas.
Dedico este poema al amasador de adobes que muere en la casa que construyó para otro.
A los que se escaparon de noche cuando el volcán sepultó su iglesia.
A los vecinos que ya enterraron a sus hijos uno tras otro como los años que pasan.
A los que han tenido que vender a sus hijos su sangre y su sexo.
A los que nada tienen que perder.
Dedico este poema a los peones acasillados que invaden las tierras del patrón.
A los que cavan túneles debajo del dinero.
A los que preden lumbre al ingenio.
A los que no echan sombra y sin luna dinamitan los puentes.
A los de trece años que se van a la guerrilla
y conocen mujer por primera vez en la montaña.
Para los dos heridos.
Para Las Pelonas.
Al tacuazín de Olga.
A los chuchos apaleados.
A niños que nacen en países donde la verdad está prohibida por la ley.
A los que han adoptado otro nombre y llevan años sin saludar a la familia.
A los que nunca durmieron en la misma cama y comparten la fosa común.
Dedico este poema a la madre que busca a su hijo en el anfiteatro
entre otros poemas decapitados.
A la que no puede decir cuál cadáver es el suyo
y se despide de cada uno con un abrazo.
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