«Además de contar el éxodo
desde la ciudad hasta el monte de una poeta, que escapa a la manera de una
joven Thoreau nacida en la Reina del Plata, en Hay leña se reivindica la
naturaleza en una época de crímenes contra la naturaleza. Es una posición
atenuada pero constante en los más de treinta poemas, en los que apenas se
advierten presencias humanas. Cuando aparecen, ellas ceden ante árboles,
telarañas, ríos crecidos y el aroma de la tierra mezclado con el de las hierbas
que crecen al pie.
Esa línea temática del
segundo libro de Jimena Arnolfi (Buenos Aires, 1986) se combina con un
deliberado acento ambiguo de la voz poética, que alterna entre aspiraciones
universales, siempre tentadoras, y el color local. Curiosamente, los poemas
cautivan cuando predomina el segundo aspecto, mientras la protagonista va en
bicicleta a conocer el santuario del Gauchito Gil, o en el momento en que
escapa de una sobremesa, aturdida por las discusiones políticas, o cuando
personajes fronterizos pueblan pequeños cosmos hechos de versos. Como se lee en
“Vigilancia”: “La aduana detiene a una mujer./ No encuentran nada sospechoso/
en su equipaje./ Ella señala su cabeza/ y dice a los vigilantes:/ ‘Acá tengo un
millón de ideas’”. Las ideas que suscita la lectura de esa miniatura verbal
reverberan como brasas.
Hay leña también se puede
definir como la descripción de una lucha entre el miedo y el coraje durante una
temporada de duelo. El miedo puede proyectar sombras desde el pasado o
permanecer agazapado en el futuro y el coraje, en el registro que los poemas
mantienen, se aprende al observar las lecciones de la naturaleza. Arnolfi
empezó a escribir el libro cuando dejó de vivir en Buenos Aires y se mudó a una
zona rural de Entre Ríos. “Vivo en una casa muy vieja rodeada de monte y
animales –cuenta Arnolfi–. Escribir estos poemas fue mi manera de abrazar una
nueva forma de vida. Es trabajoso habitar lugares como el campo o el monte
porque implica mucho sacrificio, mucha soledad. Karen Blixen dice que ‘en la
naturaleza no existe el mal, existe el horror’. Hay algo de esa oscuridad en
mis poemas.”
Así como se dice que el
árbol que no da frutos es bueno para leña, también se advierte que, mientras
haya leña, el fuego arderá. “Estamos arruinados pero avanzamos”, se declara en
“Fuente”. Las contradicciones y las paradojas desmantelan, como si fuera una
casa malograda, la sensación de aislamiento contra la que se escribe. Sin
embargo, en los poemas (que pocas veces exceden los veinte versos) se extienden
brazos hacia lo inexplicable, se oculta un tesoro vegetal debajo de un árbol
muerto y la naturaleza, que sabe más que la experiencia, da clases de templanza
a quien quiera tomarlas. De todos modos, los poemas de Arnolfi parecen insinuar
que la experiencia deberá hacerse allí donde se encuentre el cuerpo.
“Hay momentos en que los
poemas protestan, aunque sea de mí misma –dice la autora–. El libro manifiesta
cierto malestar con el clima de época. La naturaleza me dio palabras para
conjurar esa sensación de intemperie. Si hay leña, algo puede pasar. El fuego
no se va a apagar tan fácilmente. Hay leña para seguir y no bajar la guardia.”
No sólo un cambio de época sino también un cambio de paisaje delimitan la zona
donde se mueve actualmente la escritura de Arnolfi. En ese territorio donde se
desvanecen imágenes del paraíso terrenal, salen brotes de las llamas, se miente
para evitar el dolor ajeno y se contempla como un espectáculo una tormenta de
estrellas, el presente todavía se busca a tientas: “Las estaciones van
quedándose./ Todo lo demás pasa en la mente”.»
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