El dolor vive en la atmósfera
como la electricidad. ¿Quién podría culparlo
por llegar primero? Algunos días,
en el subte, casi no puedo resistir
la tentación de rozar con los labios el cuello de cualquiera
que tenga enfrente: la frágil nuca de él, su lunar
tenebroso, los pelitos traslúcidos de ella. Tantas cosas
pueden pasarle al cuerpo. Ciática,
submarino, migrañas, balas
de goma, melanoma, manos cortadas puestas
con su par equivocado en bolsas de plástico y tiradas
a la parte de la autopista que en inglés llamamos “hombro”:
sé que la ligereza de la lista
es peligrosa, que el dolor que se inflige y el orgánico
no son lo mismo. Pero ambos son dolores.
Soy más religiosa de lo que pensaba,
o algo así. Espero mi turno. Le paso
las yemas de los dedos por la espalda a A. como
si ya estuviera lastimado; quiero saber
si tengo el bálsamo
que sé que esta vida va a reclamar. Hay huesos
que duelen para siempre, ojos borrados con ácido
nítrico, ingles que se desgarran en el parto,
una mujer que conocí en una clase de dactilografía de sexto grado
que murió tras subsistir a puro café negro
por más de lo que dura el ciclo vital de la cigarra periódica.
Mi fisioterapeuta me venda la rodilla con unos electrodos
que parecen prolijos nenúfares en miniatura. Me tiemblan los músculos.
Después usa una aguja, y se me escapa un grito
que nunca solté frente a nadie
que nunca hubiera estado dentro de mí. Perdón, dice en voz baja,
y sigue firme, Perdoname, lo siento.
¿Qué les pasa a las células humanas
que son miradas con amor? ¿Y a las que
miran? Una tarde
con A., en un cuarto en la costa, estábamos
en la cama con toda
nuestra piel casi quieta, una contra la otra,
casi resplandecientes, un par de horas después de que el sol
se acordase de ardernos. Y nos miramos. Mirá,
hinchazón por la gota. Mirá, muñón de brazo. Mirá, cicatriz de cesárea,
congelamiento, herida de arma blanca, y vos también, delicado esternón aún
intacto, miren la sangre invisible, sientan
su limpio golpeteo. Hoy cumplo treinta.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
*
El brillo
Cavamos en las entrañas de la tierra, Nina.
La cortajeamos.
No tratamos de arreglarla.
Nos paseamos por sus profundidades,
colgamos luces donde la luz no llega,
hacemos cualquier cosa para avanzar más rápido
de lo que podríamos sin ayuda.
Les apuntamos con nuestras pistolas a personas que no tenemos intención de matar.
A veces las matamos.
Subimos a empujones a un ring a nuestros hombres
y ellos se empujan entre sí hasta sangrar e hincharse.
Hervimos langostas vivas.
Azotamos a los adúlteros.
Cometemos adulterio.
Desollamos ciervos.
Violamos a nuestros monaguillos.
Atropellamos peatones, que mueren al instante.
Morimos al instante.
Modelamos con láser nuestras córneas.
Incendiamos la huerta del vecino,
nos cortamos los muslos con hojas de afeitar,
les damos la espalda a nuestras hijas que lloran
todos los días del primer mes de primer grado
para que aprendan a abandonarnos.
Parimos, Nina,
parimos todo el tiempo.
Nos destrozamos las cutículas,
hacemos volar por los aires montañas,
lo olvidamos casi todo,
proporcionalmente hablando,
y decidimos quién tiene derecho o no a vivir
en el nuevo edificio de departamentos de lujo,
y levantamos museos sobre las ruinas
de aldeas masacradas, y seguimos de largo con determinación
al ver las convulsiones de alguien que aspiraba pegamento.
Aspiramos pegamento
y tomamos hasta decir cosas que no teníamos la intención de decir,
y les metemos sondas en la tráquea a nuestras abuelas,
y encerramos a chicas adolescentes en la parte de atrás de un camión
con un colchón debajo,
y nos surcamos de tinta la piel y nos perforamos la cara,
licuamos hielo y lo convertimos en espuma, domamos caballos,
desaparecemos, hacemos desaparecer a otros, mutilamos verbos,
y archivamos las cosas de la infancia,
e ignoramos a los hombres que alguna vez amamos,
y hablamos del amor en tiempos que no son el presente,
y nos tiramos de aviones,
y azotamos a nuestros hijos hasta que ya no pueden hablar nuestra lengua materna,
y arrojamos al mar nuestros deshechos,
y mentimos, Nina,
y apretamos con las manos la garganta de lo que deseamos
hasta que manos y garganta se ponen blancas.
Es verdad.
Pero también es verdad
que untamos una rodaja de pan con manteca ablandada
con un cuchillo ablandado.
Les confiamos los huesos a los colectiveros,
las nucas a los peluqueros,
los lóbulos de las orejas a las bocas confusas
de amantes que tal vez nos amen y tal vez no
pero que nos tocan como si pudieran amarnos.
Acariciamos con los dedos la corteza del abedul
al pasar.
Compartimos la sangre,
les repartimos chupetines a hombres adultos
para que no se desmayen al final.
Criamos los brotes de las papas.
Esperamos.
Quemamos el arroz, comemos el arroz,
señalamos las páginas marcando las esquinas,
buscamos una cara en cada cara que pasa
y la encontramos o no la encontramos,
y subimos con esfuerzo la colina y la bajamos como por un tobogán,
y cantamos apretando los ojos cerrados,
y cerramos las ventanas el día del desfile
para poder acostarnos juntos y escuchar todo lo que decimos,
y le dejamos al incendio de la casa que haga lo que quiera
con nuestras posesiones.
Que no tengamos otra opción
no tiene nada que ver.
Anhelamos.
Confesamos actos que no cometimos.
Nos lavamos los pies.
Nos reímos hasta que nos duele la panza.
Dejamos que se escape la tortuga.
Estamos convencidos de tener razón.
Acabamos, que es una manera curiosa de decir
que empezamos,
con una alegría que sería desoladora
si no fuera tan alegre.
Nos dicen que primero hay que aprender a disfrutar de la alegría
para después poder tolerar la desolación.
No.
Nos enseñan que primero tenemos que aprender a estar desolados
para después poder tolerar la alegría.
No.
Toleramos lo que podemos tolerar.
No.
No sabemos qué podemos tolerar.
¿No?
No sé, Nina,
no sé.
Vi a un chico con uniforme de la escuela caer de rodillas
con un gesto como de plegaria
o de traición,
o de cartílago roto en un partido de fútbol,
yo qué sé.
Vi a una mujer entrada en años retorcerse
después de un abrazo,
con un gesto de rencor
o de dolor,
o de deseo frustrado,
o de artritis reumatoide,
o de extrañar a su madre,
o de viejos terrores renovados,
¿y nosotras, Nina, qué podemos hacer?
Hacemos lo que podemos.
No:
conozco
a un tipo que,
hace unos años
caminaba por la banquina de la autopista
para sentir cómo, al pasar, los camiones con acoplado
le arqueaban el cuerpo hacia atrás, para sentir el campo minado
entre la raya amarilla y sus propios pies.
La mina. El campo.
¿Cómo llega el cuerpo adonde el mundo
le dice que no vaya?
Te lo estoy preguntando.
Nuestras opciones, al final, son pocas.
Amo a este hombre cuyo cuerpo dijo
que no quería
irse.
Y te amé a vos
que te fuiste.
Te amo, no te amé, amiga;
Perdoname.
No sabemos
lo que hacemos,
y nos provoca tanto asombro el maíz que brilla en el campo
como el pie que pisa la mina.
Acabamos, acabamos, nos acabamos,
Nina.
Brillamos.