Friday, May 30, 2025

Algunos poemas de Robin Myers

 Para una amiga que no siempre tiene ganas de vivir


Las cosas se derriten, se inundan, se escabullen, se pinchan,
	se desvían, se enferman, se fisuran y caen de rodillas
en la más increíble variedad
de circunstancias. Creo que tampoco
somos más que cosas desde una perspectiva
	general, almas trémulas
garabateadas al pasar
	sobre la cáscara del mundo en su erosión
de martillos neumáticos. Mirá
	cómo junto letritas en terrones
de satisfacción aliterativa, rascando
	algo para regalarte.
No sé mucho de vos
	más allá de las razones por las que nos sentamos
un ratito juntas en unos bancos bajos de madera,
	hojeando servilletas, la cabeza inclinada
hacia las palabras de la otra en reverencia
	a la dificultad para encontrarlas. Creo
que estar así con alguien
	es abrazar el suelo
con los pies, y ésa es
	la única campaña
que pienso librar con vos o con cualquiera.
*
Poema de cumpleaños
El dolor vive en la atmósfera
como la electricidad. ¿Quién podría culparlo
 
por llegar primero? Algunos días,
en el subte, casi no puedo resistir
 
la tentación de rozar con los labios el cuello de cualquiera
que tenga enfrente: la frágil nuca de él, su lunar
 
tenebroso, los pelitos traslúcidos de ella. Tantas cosas
pueden pasarle al cuerpo. Ciática,
 
submarino, migrañas, balas
de goma, melanoma, manos cortadas puestas
 
con su par equivocado en bolsas de plástico y tiradas
a la parte de la autopista que en inglés llamamos “hombro”:
 
sé que la ligereza de la lista
es peligrosa, que el dolor que se inflige y el orgánico
 
no son lo mismo. Pero ambos son dolores.
Soy más religiosa de lo que pensaba,
 
o algo así. Espero mi turno. Le paso
las yemas de los dedos por la espalda a A. como
 
si ya estuviera lastimado; quiero saber 
si tengo el bálsamo 
 
que sé que esta vida va a reclamar. Hay huesos
que duelen para siempre, ojos borrados con ácido
 
nítrico, ingles que se desgarran en el parto,
una mujer que conocí en una clase de dactilografía de sexto grado
 
que murió tras subsistir a puro café negro 
por más de lo que dura el ciclo vital de la cigarra periódica. 
 
Mi fisioterapeuta me venda la rodilla con unos electrodos
que parecen prolijos nenúfares en miniatura. Me tiemblan los músculos.
 
Después usa una aguja, y se me escapa un grito
que nunca solté frente a nadie
 
que nunca hubiera estado dentro de mí. Perdón, dice en voz baja,
y sigue firme, Perdoname, lo siento. 
 
¿Qué les pasa a las células humanas
que son miradas con amor? ¿Y a las que
 
miran? Una tarde
con A., en un cuarto en la costa, estábamos
 
en la cama con toda
nuestra piel casi quieta, una contra la otra,
 
casi resplandecientes, un par de horas después de que el sol
se acordase de ardernos. Y nos miramos. Mirá,
 
hinchazón por la gota. Mirá, muñón de brazo. Mirá, cicatriz de cesárea,
congelamiento, herida de arma blanca, y vos también, delicado esternón aún
 
intacto, miren la sangre invisible, sientan
su limpio golpeteo. Hoy cumplo treinta.
 
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.

*

Levanten la mano si alguna vez

El dolor vive en la atmósfera
como la electricidad. ¿Quién podría culparlo
 
por llegar primero? Algunos días,
en el subte, casi no puedo resistir
 
la tentación de rozar con los labios el cuello de cualquiera
que tenga enfrente: la frágil nuca de él, su lunar
 
tenebroso, los pelitos traslúcidos de ella. Tantas cosas
pueden pasarle al cuerpo. Ciática,
 
submarino, migrañas, balas
de goma, melanoma, manos cortadas puestas
 
con su par equivocado en bolsas de plástico y tiradas
a la parte de la autopista que en inglés llamamos “hombro”:
 
sé que la ligereza de la lista
es peligrosa, que el dolor que se inflige y el orgánico
 
no son lo mismo. Pero ambos son dolores.
Soy más religiosa de lo que pensaba,
 
o algo así. Espero mi turno. Le paso
las yemas de los dedos por la espalda a A. como
 
si ya estuviera lastimado; quiero saber 
si tengo el bálsamo 
 
que sé que esta vida va a reclamar. Hay huesos
que duelen para siempre, ojos borrados con ácido
 
nítrico, ingles que se desgarran en el parto,
una mujer que conocí en una clase de dactilografía de sexto grado
 
que murió tras subsistir a puro café negro 
por más de lo que dura el ciclo vital de la cigarra periódica. 
 
Mi fisioterapeuta me venda la rodilla con unos electrodos
que parecen prolijos nenúfares en miniatura. Me tiemblan los músculos.
 
Después usa una aguja, y se me escapa un grito
que nunca solté frente a nadie
 
que nunca hubiera estado dentro de mí. Perdón, dice en voz baja,
y sigue firme, Perdoname, lo siento. 
 
¿Qué les pasa a las células humanas
que son miradas con amor? ¿Y a las que
 
miran? Una tarde
con A., en un cuarto en la costa, estábamos
 
en la cama con toda
nuestra piel casi quieta, una contra la otra,
 
casi resplandecientes, un par de horas después de que el sol
se acordase de ardernos. Y nos miramos. Mirá,
 
hinchazón por la gota. Mirá, muñón de brazo. Mirá, cicatriz de cesárea,
congelamiento, herida de arma blanca, y vos también, delicado esternón aún
 
intacto, miren la sangre invisible, sientan
su limpio golpeteo. Hoy cumplo treinta.
 
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.
Éste es el regalo que le hago a mi cuerpo.

*

El brillo

Cavamos en las entrañas de la tierra, Nina.

La cortajeamos.

No tratamos de arreglarla.

Nos paseamos por sus profundidades,

colgamos luces donde la luz no llega,

hacemos cualquier cosa para avanzar más rápido

de lo que podríamos sin ayuda.

Les apuntamos con nuestras pistolas a personas que no tenemos intención de matar.

A veces las matamos.

Subimos a empujones a un ring a nuestros hombres

y ellos se empujan entre sí hasta sangrar e hincharse.

Hervimos langostas vivas.

Azotamos a los adúlteros.

Cometemos adulterio.

Desollamos ciervos.

Violamos a nuestros monaguillos.

Atropellamos peatones, que mueren al instante.

Morimos al instante.

Modelamos con láser nuestras córneas.

Incendiamos la huerta del vecino,

nos cortamos los muslos con hojas de afeitar,

les damos la espalda a nuestras hijas que lloran

todos los días del primer mes de primer grado

para que aprendan a abandonarnos.

Parimos, Nina,

parimos todo el tiempo.

Nos destrozamos las cutículas,

hacemos volar por los aires montañas,

lo olvidamos casi todo,

proporcionalmente hablando,

y decidimos quién tiene derecho o no a vivir

en el nuevo edificio de departamentos de lujo,

y levantamos museos sobre las ruinas

de aldeas masacradas, y seguimos de largo con determinación

al ver las convulsiones de alguien que aspiraba pegamento.

Aspiramos pegamento

y tomamos hasta decir cosas que no teníamos la intención de decir,

y les metemos sondas en la tráquea a nuestras abuelas,

y encerramos a chicas adolescentes en la parte de atrás de un camión

con un colchón debajo,

y nos surcamos de tinta la piel y nos perforamos la cara,

licuamos hielo y lo convertimos en espuma, domamos caballos,

desaparecemos, hacemos desaparecer a otros, mutilamos verbos,

y archivamos las cosas de la infancia,

e ignoramos a los hombres que alguna vez amamos,

y hablamos del amor en tiempos que no son el presente,

y nos tiramos de aviones,

y azotamos a nuestros hijos hasta que ya no pueden hablar nuestra lengua materna,

y arrojamos al mar nuestros deshechos,

y mentimos, Nina,

y apretamos con las manos la garganta de lo que deseamos

hasta que manos y garganta se ponen blancas.

Es verdad.

Pero también es verdad

que untamos una rodaja de pan con manteca ablandada

con un cuchillo ablandado. 

Les confiamos los huesos a los colectiveros,

las nucas a los peluqueros,

los lóbulos de las orejas a las bocas confusas

de amantes que tal vez nos amen y tal vez no

pero que nos tocan como si pudieran amarnos.

Acariciamos con los dedos la corteza del abedul

al pasar. 

Compartimos la sangre,

les repartimos chupetines a hombres adultos

para que no se desmayen al final.

Criamos los brotes de las papas.

Esperamos.

Quemamos el arroz, comemos el arroz,

señalamos las páginas marcando las esquinas,

buscamos una cara en cada cara que pasa

y la encontramos o no la encontramos,

y subimos con esfuerzo la colina y la bajamos como por un tobogán,

y cantamos apretando los ojos cerrados,

y cerramos las ventanas el día del desfile

para poder acostarnos juntos y escuchar todo lo que decimos,

y le dejamos al incendio de la casa que haga lo que quiera

con nuestras posesiones. 

Que no tengamos otra opción

no tiene nada que ver.

Anhelamos.

Confesamos actos que no cometimos.

Nos lavamos los pies.

Nos reímos hasta que nos duele la panza.

Dejamos que se escape la tortuga.

Estamos convencidos de tener razón.

Acabamos, que es una manera curiosa de decir

que empezamos,

con una alegría que sería desoladora

si no fuera tan alegre.

Nos dicen que primero hay que aprender a disfrutar de la alegría

para después poder tolerar la desolación.

No.

Nos enseñan que primero tenemos que aprender a estar desolados

para después poder tolerar la alegría.

No.

Toleramos lo que podemos tolerar.

No.

No sabemos qué podemos tolerar.

¿No?

No sé, Nina,

no sé.

Vi a un chico con uniforme de la escuela caer de rodillas

con un gesto como de plegaria

o de traición,

o de cartílago roto en un partido de fútbol,

yo qué sé.

Vi a una mujer entrada en años retorcerse

después de un abrazo,

con un gesto de rencor

o de dolor,

o de deseo frustrado,

o de artritis reumatoide,

o de extrañar a su madre,

o de viejos terrores renovados,

¿y nosotras, Nina, qué podemos hacer?

Hacemos lo que podemos.

No:

conozco 

a un tipo que,

hace unos años

caminaba por la banquina de la autopista

para sentir cómo, al pasar, los camiones con acoplado 

le arqueaban el cuerpo hacia atrás, para sentir el campo minado

entre la raya amarilla y sus propios pies.

La mina. El campo.

¿Cómo llega el cuerpo adonde el mundo

le dice que no vaya?

Te lo estoy preguntando.

Nuestras opciones, al final, son pocas.

Amo a este hombre cuyo cuerpo dijo

que no quería

irse.

Y te amé a vos

que te fuiste.

Te amo, no te amé, amiga;

Perdoname.

No sabemos

lo que hacemos,

y nos provoca tanto asombro el maíz que brilla en el campo

como el pie que pisa la mina.

Acabamos, acabamos, nos acabamos,

Nina.

Brillamos.

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