Lo pequeño, lo ínfimo, lo que se quiebra delante de un mínimo roce; aquello que es inútil, inservible; lo que dura poco menos que un instante que de por sí ya es mínimo, lo que deshecha el oro, la turbia civilización y la blasfemia; incluso lo que no se recuerda demasiado, lo impar, lo insuficiente, el zapato suelto sin cordones, lo incompleto, lo débil, la manzana a medio comer, la fragilidad del tiempo, de la sílaba y de la arena; lo dócil, lo que no se pronuncia porque todavía no es palabra, lo que no se calla porque por ahora no es silencio, el árbol o la flor que quizá brote, o un niño demasiado arropado o en desamparo: éste es el mundo.
***
La única técnica es la humildad: la absoluta conciencia de que uno es totalmente incapaz y que habrá que acercarse a las cosas con el sigilo absoluto de la mirada limpia.
Si nos acercáramos con el volumen excesivo de los nombres, las cosas saldrán disparadas.
Habría que aproximarse con la suave ignorancia, con la frágil tentación del desconocimiento: abrir una puerta y, simplemente, mirar. Mirar el sol que nunca vimos antes. Mirar el pájaro que se convierte en águila. Mirar el dolor sin precaución ni alegorías. Mirar el resultado de un silencio. Mirar una sombra que es mayor a la estatura.
Sólo así –y aún así, no del todo cierto- sería posible amar, sin añorar, todo aquello que no hemos vivido todavía.
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