Esa es la última foto con mi perro Romántico. Fue hace más de dos años pero recién ahora puedo decir algo. No sé si puedo en realidad.
A veces me cuesta encontrar palabras. Nunca puedo decir “estoy triste” cuando está pasando eso.
Necesito tiempo para caminar alrededor del corazón y construir defensas. Y es difícil porque muchas veces lo no dicho me habla hasta que se vuelve la única palabra.
Romántico murió mirándome a los ojos. Lo estábamos abrazando y su muerte nos tomó por sorpresa. Nosotros creíamos que iba a sobrevivir. Realmente lo creíamos. Pero entonces esa mirada. Inmortal, aún en el momento en que se estaba muriendo.
Escribo esto y todavía lloro. Adelanto unos casilleros para poder seguir.
Pasó así: Un día se escapó y anduvo por el monte. Muchas horas estuvo afuera. Salimos a buscarlo pero no lo encontramos. Al otro día apareció echado en la puerta de la casa. Estaba muy golpeado, no podía pararse solo. No sé cómo hizo para volver. Fueron días de mucho dolor.
El día que murió, plantamos un jazmín en su honor. Mi mamá trajo la planta. Hay que sembrar vida después de la muerte. Para que la muerte no tenga la última palabra.
El jazmín pasó más de dos años sin florecer. Tal vez ese fue el tiempo que necesitó la planta para construir defensas y abrir el corazón. Todas las temporadas esperé en vano los capullos. Salió extraño el arbolito y yo me encariñé.
En todo este tiempo muchas veces me pregunté si estaba bien. Evalué mudar la planta, más luz, más sombra, más cerca, más lejos de la casa. Las plantas chiquitas crecen mejor si alguien las ayuda.
La rutina siempre igual. Una vez, otra vez y cada día riego el jazmín. Y después me riego a mí también. Como a los perros, me gusta sentir el agua fresca en los pies.
El jazmín que planté el día que murió Romántico sacó su primera flor más de dos años después. Nunca termina el amor. Salí al jardín y puse el grito en el cielo: ¡Hoy floreció Romántico!
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