“Llegar a ocupar un cargo de redactor en aquellos años era algo así como hoy ser astronauta o embajador en París. Una vez llegó al diario un
muchachito recomendado de 22 años, que de entrada, pidió ese puesto. Mi
padre se extrañó ante semejante descaro. Pero como el otro insistía en
pedirle que lo probara, le pidió un artículo sobre Dios. Muy bien,
señor, dijo el solicitante, ¿a favor o en contra? Mi padre lo tomó en el acto. Aquel periodista era una joya, uno de eso
genios que aparecen de vez en cuando. Murió tuberculoso a los treinta
años”.
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