Mi hermana no escribe poemas
y es improbable que de pronto se ponga a escribir poemas.
Le viene de mi madre, que no escribió poemas,
y de su padre, que tampoco escribió poemas.
Me siento a salvo bajo el techo de mi hermana:
nada pondrá al esposo de mi hermana a escribir poemas.
Y aunque la cosa suena a poema de Adam Macedonski,
a ninguno de mis parientes le da por escribir poemas.
En el escritorio de mi hermana no hay poemas viejos
ni poemas nuevos en su bolsa.
Y cuando mi hermana me invita a comer,
sé que no es con la intención de leerme poemas.
Cocina sopas soberbias con facilidad,
y su café no se derrama sobre manuscritos.
En muchas familias nadie escribe poemas,
pero cuando no es así, rara vez es uno solo.
A veces la poesía fluye en cascadas de generaciones,
lo cual instala temibles remolinos en las relaciones familiares.
Mi hermana cultiva una decente prosa hablada,
toda su producción literaria está en tarjetas postales
que prometen lo mismo cada año:
que cuando vuelva,
nos va a contar todo,
todo,
todo.
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