Por Jimena Arnolfi
Bizzio
dice que le gustan las frases transparentes en el sentido japonés del término:
cuanto más clara es la oración, más sentidos adquiere y resulta más engañosa.
Entonces se acuerda del final de una de sus novelas: “Ser serio es dejar que el
mundo haga con uno lo que quiera”. Es clara, pero ¿qué quiere decir? Bizzio
dice que ese es el efecto que busca. “Me gusta corregir: es como pasar la
lengua por la espuma de un licuado”, agrega. Bizzio está leyendo mucho a los
japoneses y recomienda obras como El pabellón de oro, Elogio de la sombra y Lo
bello y lo triste. Recuerda a Fogwill, Héctor Viel Témperley y Charlie Feiling.
Habla de la música de Ariel Pink, “una especie de Kurt Cobain deformado que
hace un pop psicodélico esperimental”. Es importante decir que todas las
novelas de Bizzio empiezan brutalmente. Por ejemplo, la primera oración de
Rabia: “Cuando vos naciste, yo estaba acabando”. O la de Era el cielo: “Cuando
llegué, dos hombres violaban a mi mujer”. Bizzio está presentando su libro
número 22. “Borgestein me atacó en dos ocasiones. La primera vez no pasó de un
empujón y un golpe en la cara; la segunda intentó matarme.” Así empieza
Borgestein. Bizzio cuenta que cuando se sumerge en una historia puede estar
escribiendo literalmente todo el día y que ahora necesita dedicarse a algo que
genere dinero como el cine. Su padre –primo hermano de Federico Luppi– era el
dueño del único cine de Ramallo, el lugar donde nació. Cuando los otros pibes
de su pueblo prendían la televisión, él no tenía más remedio que irse al cine.
Se acuerda de una escena de la película Zorba, el Griego, con Anthony Quinn,
que lo impactó mucho cuando era chico: la del moribundo encerrado. Muchas de
las novelas de Bizzio fueron llevadas al cine. El mexicano Guillermo del Toro
produjo su novela Rabia, Emilie Deleuze –la hija de Gilles Deleuze– va a
dirigir Realidad en Francia y él mismo Bizzio está por estrenar Bomba, una
película que dirigió y fue recientemente seleccionada entre más de cien
películas para representar a la Argentina en Ventana Sur, el mercado de cine
latinoamericano creado por el Incaa.
–Los
comienzos de tus libros causan impacto desde la primera línea.
–Mejor.
De todos modos, no es deliberado. Yo empiezo a escribir a veces con una frase,
a veces con una idea y a veces con una escena. En el caso de Borgestein, me
gustó mucho la idea de un hombre que lucha contra una cascada. Un hombre
luchando contra el sonido del agua. Esa idea me resultó muy estimulante.
Alrededor de eso había que inventarlo todo.
–¿Y
descontrolarlo?
–¿Alguien
tiene el control completo de su vida? Sin embargo, al protagonista de
Borgestein lo único que parece habérsele ido de las manos es la relación con su
mujer, que es muy particular. Hace más de un año que no se ven despiertos.
Cuando se casaron, ella era todavía una actriz subterránea, pero enseguida
empieza a trabajar en una obra de mucho éxito, y cada noche vuelve a su casa
cuando él duerme. Y cuando él se levanta a la mañana, la que duerme es ella.
Así que se comunican por medio de notas, y a veces también por teléfono. Es un
matrimonio irreal. Se ven siempre dormidos. Él es psiquiatra, y una tarde uno
de sus pacientes, un psicópata de apellido Borgestein, lo apuñala a la salida
del consultorio. Esa puñalada lo hace dejar la ciudad y abandonar a su esposa
para instalarse en una casita de estilo japonés en la montaña.
–Hay
elementos que se encadenan en la novela. Además de los personajes principales,
están la cascada y Gualicho, el loro adicto a la electricidad.
–Hablando
de la novela con un amigo me di cuenta de algo que no había notado mientras
escribía. Y es que el psiquiatra está todo el tiempo escapando de un rumor.
Primero del rumor de sus pacientes, entre los que se destaca Borgestein.
Después, de los rumores relacionados con su mujer, que se hizo famosa y aparece
en los diarios y revistas. Después está el loro, Gualicho, que también puede
asociarse a la idea del rumor, el loro parlanchín, un loro adicto a la
electricidad. Y finalmente está el rumor de la cascada. Junto a la casa hay una
cascada muy hermosa, un salto de agua que cae en una hoya y que produce un
ruido ensordecedor. El psiquiatra se alejó de los otros rumores, pero el ruido
de la cascada empieza a perturbarlo y decide llenar la hoya de piedras para
silenciarla.
–¿Por
qué decidiste que el psicópata Borgestein fuera poeta?
–Es
un paciente psiquiátrico que escribe poemas. Escribe poemas pésimos, poemas de
corte metafísico o espiritual, muy aburridos y solemnes. Excepto un poema, que
lee en una de sus sesiones y que al psiquiatra le causa mucha gracia. El poema
empieza diciendo: “Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero / fui a
sentarme y se me vino encima el sillón”. El psiquiatra comete el error de
reírse. Se ríe sin malicia, se ríe porque el poema es humorístico, y atribuye
el cambio a un acierto en la medicación, pero Borgestein no lo entiende así y
se ofende. El psiquiatra cree que esa es la razón por la que Borgestein intenta
matarlo una tarde a la salida del consultorio. Yo había escrito ese poema
cuando Fogwill se internó la última vez, pensando que cuando se mejorara un
poco lo iba a leer y se iba a reír. Pero no alcanzó a leerlo. A partir de ese
momento le atribuí el poema a Borgestein. Ahí empieza la novela.
–¿Seguís
escribiendo poesía?
–Menos
que antes. La poesía quedó ligada a la pura inspiración. Lo que sí hago es
leerla, y mucho. Y a veces escribiendo una novela o un cuento aparece algo
independiente del texto que deriva en un poema.
–Si
la poesía quedó ligada a la pura inspiración, ¿la narrativa se presenta como el
espacio de búsqueda y trabajo?
–A
mí me divierte escribir, lo disfruto. Pero soy bastante haragán. Si me atasco,
si algo me da mucho trabajo, lo dejo. No soy un escritor obsesivo, por suerte.
Sigo por otro lado o con otra cosa.
–¿Cómo
es el proceso de corrección de tus novelas?
–Para
mí corregir es escribir adentro de lo ya escrito. Escribo una página y después
hay un momento del día, en general a la noche, en que vuelvo a lo que escribí y
trabajo ahí adentro, como entre líneas. Me gusta corregir: es como pasar la
lengua por la espuma de un licuado.
–¿Cómo
es tu trabajo con las frases?
–A
mí me gusta que las oraciones sean transparentes y cristalinas. La
transparencia es mucho más engañosa que la oscuridad, por otra parte. Los
sentidos son sólo sentidos posibles y pueden querer decir más de una cosa.
–¿Por
qué te parece que llama la atención que no presencies conferencias, charlas y
festivales?
–¿Llama
la atención? No debería llamar la atención. A mí me aburren todas las
actividades ligadas a la figura del escritor, no les encuentro ningún sentido y
por lo menos para mí no tienen ninguna importancia. Prefiero quedarme en mi
casa leyendo o haciendo cualquier otra cosa antes que pasar una semana en un
festival con otros escritores, hablando de otros escritores, saliendo a cenar
con gente que nunca vi ni volveré a ver. Congresos, presentaciones, viajes,
toda esa cosa… No, no me gusta la figura del “escritor profesional”, yo no soy un
escritor profesional ni lo quiero ser, no me interesa. Pero, por supuesto, que
cada cual haga lo que quiera. Yo no voy.
–¿Tampoco
te interesa la crítica literaria?
–Hay
un minuto en el que estaría dispuesto a ahorcar al tipo que habla mal de lo que
hago, pero es nada más que un minuto. Y cada vez es menos. Últimamente son
apenas unos segundos. El libro ya está publicado. Si la crítica es favorable o
desfavorable da lo mismo.
–¿Estás
alerta a la hora de escribir?
–No,
no estoy alerta a nada que esté por fuera del texto que estoy escribiendo. Yo
escribo para mí, y no mucho más que eso. Además mis intereses van variando a
medida que avanzo. Algo que me interesaba cuando empecé a escribir puede
terminar tranquilamente siéndome indiferente un poco más adelante. Y
concentrarme en otra cosa. No estoy alerta al efecto público. Dentro de la
literatura, todo; fuera de la literatura, nada. Parece una fórmula. Y sí, esa
es mi fórmula.
–¿Cuándo
considerás que una idea se puede transformar en una novela?
–No
lo sé. Tengo algunas ideas que no me siento capaz de escribir, por la razón que
sea. Las mastico y las mastico, y nada. Es como masticar una pelota de fibra
que nunca termina de disolverse. Rabia, por ejemplo, fue una idea que tuve
muchos años en la cabeza. Intenté escribirla dos o tres veces y no sabía
realmente cómo. Hasta que de pronto cuajó, por decirlo de alguna manera. Yo
pasaba siempre por la esquina de la avenida Alvear y Rodríguez Peña. En esa
esquina hay una gran casa de tres o cuatro plantas, una de esas grandes
mansiones que todavía son usadas como vivienda particular y no como embajadas o
consulados. Y siempre veía una luz prendida, una única luz, a veces en la
planta baja, a veces en el segundo piso. Un día me dijeron que ahí vivía una
señora con su mucama. No sé si era cierto o no, pero eso fue lo que me dijeron,
y se me ocurrió que ahí podría vivir una familia entera sin que la señora y la
mucama se enteraran de eso. Ahí apareció la idea de Rabia, pero no la escribí
enseguida. Pasaron años antes de que pudiera hacer algo con eso. Otras novelas
arrancan sin ninguna dificultad, sin ninguna idea, literalmente sin nada aparte
de una frase. Es siempre distinto.
–¿Podés
estar sin escribir?
–Sí,
¿por qué no? Claro que prefiero escribir, es lo que me gusta hacer, pero ahora
estoy más preocupado por el dinero que por la literatura. Intento que todo lo
que se me ocurre desemboque en un guión de cine, por ejemplo, o en cualquier
otra cosa con la que pueda ganar un poco de plata. Escribir es un lujo. Todo es
gasto cuando uno destina seis o más meses del año a escribir una novela. Y digo
que todo es gasto porque cuando yo escribo, escribo. No hago otra cosa. Escribo
muchas horas por día, no tengo tiempo para nada más. No puedo escribir tres
horas a la mañana y después trabajar en otra cosa. Escribo literalmente todo el
día. Me sumerjo. Esa es mi modalidad.
–Muchas
de sus historias fueron adaptadas al cine.
–Sí,
y ocasionalmente eso me deja un poco de plata para escribir literatura. Por
suerte, ahora hay una serie de productoras que están empezando a pedirme
guiones. Me gusta escribir cine, no lo vivo para nada como un castigo. Y
también se vendieron los derechos para cine de algunas de mis novelas. Con
Rabia se hizo una película en España, la produjo Guillermo del Toro y la
dirigió Sebastián Cordero. Creo que es una buena película. También se va a
filmar Realidad en Francia, la va a dirigir Emilie Deleuze, la hija de Gilles
Deleuze. Era el cielo la va a hacer una productora brasileña. Lucía Puenzo hizo
XXY. Y estoy en conversaciones con un productor interesado en filmar El
escritor comido. Veremos. Ahora estoy terminando de editar una película que
dirigí unos meses atrás y que va a estrenarse a principios del año que viene.
Se llama Bomba. Esta semana la seleccionaron entre más de cien películas para
representar a la Argentina en Ventana Sur. Estoy muy contento con la película.
La protagonizan Jorge Marrale y Alan Daicz. La produjo Lucía Puenzo. Mi hijo
Blas (14 años) hizo la música.
–Tu
libro de cuentos Chicos termina con una frase de tu hijo. El título de tu
poemario, Te desafío a correr como un idiota por el jardín, también es frase de
él...
–No
es que le robe, es que me gusta que participe (risas). Lo estoy citando mucho,
¿no? También tocó conmigo en Supersiempre. Para Bomba grabó la música en dos
jornadas, una cosa increíble. La película cuenta la historia de un adolescente
que viene de la provincia de Santa Fe porque ganó un concurso de historietas y
lo invitan a presentarlo a la Feria del Libro. Llega con el tiempo muy justo al
hotelito que había reservado en la 9 de julio. Deja sus cosas en la habitación,
sale corriendo y se mete en el primer taxi libre que ve y resulta que se sube a
un coche bomba. Aparte de Marrale y Daicz hay participaciones de Pablo Cedrón,
Romina Gaetani y César Aira, que hace el papel de presentador en la feria del
libro, y está muy bien César. Gran actor.
–Tu
padre era dueño de un cine en Ramallo, el pueblo donde nació.
–Sí.
En mi casa no había televisor pero mi viejo tenía el cine, el único cine del
pueblo. Así que mientras los otros chicos del pueblo prendían la tele en su
casa, yo no tenía más remedio que ir al cine. Y veía cada película muchas
veces, porque la cartelera se renovaba muy de tanto en tanto.
–¿Qué
te pasa cuando ves una historia tuya en el cine?
–La
primera sensación es de desconcierto: no hay manera de que las imágenes
mentales coincidan con imágenes filmadas. No hay forma y está bien que así sea.
Uno imagina a los personajes de determinada manera, los escucha hablar de
cierto modo, el tono de voz que elige el director es otro. Y está bien, tiene
que ser así. Yo prefiero mil veces que el director haga su versión y no que lo
suyo sea una mera ilustración del texto.
–¿Te
obsesionás mucho con los personajes durante el proceso de escritura?
–Yo
no diría “obsesión”. Yo trabajo de una manera muy irregular. Puedo pasarme
medio año mirando al techo, que es lo que me sucede, y en algún momento me
sumerjo en algo y puedo pasarme todo el día escribiendo durante meses. Con
algunas pausas, para comer, para caminar o pasear en bicicleta, para moverme un
poco. Pero no es una obsesión: me gusta estar ahí, es mi deseo, quiero estar
ahí.
–Después
de haber sido guionista de televisión, ¿qué podés decir del medio?
–Nada.
La verdad es que no me gustaba mucho escribir guiones diarios de televisión,
pero tampoco era para quejarse. Mi secreto era elegir, en la medida de lo
posible, el peor proyecto. Si me daban la opción de escribir un programa de
calidad o una telenovela de bajas pretensiones, yo elegía la telenovela de
bajas pretensiones. ¿Para qué? Bueno, para que el compromiso intelectual o
estético fuera mínimo y no me absorviera el trabajo, que suele ser mucho. De
esa manera, estaba siempre mentalmente más o menos despejado y podía dedicarme
a escribir literatura. El trabajo de guionista de televisión puede ser muy
absorbente.
–¿Siempre
lo viviste así?
–Es
así. Al principio, cuando no tenía experiencia, me pasaba que lo que a mí me
gustaba más era lo que peor funcionaba. Lo que más se acercaba a la literatura,
por supuesto, no funcionaba de ninguna manera en la televisión, o los actores
no podían decirlo con naturalidad o el director no podía grabarlo y lo
eliminaba de un plumazo. Enseguida me di cuenta de que mientras más alejado de
la literatura estuviera yo, mejor para el programa. Con el cine pasa algo
parecido. El cine y la literatura son artes vecinas que conviene mantener
separadas.
RECUADRO:
“Increíblemente, la música es una de las cosas que menos se escucha”
"El
corazón de Supersiempre es no saber, desaprender. Los músicos de la banda (Alan
Courtis y Franciso Garamona) se pliegan a los no músicos (Alfredo Prior,
Mariano Galperín y yo). Lo único que queremos es convertir al ruido en algo
magnético. Es difícil entrar, lo reconozco, pero si uno entra puede tener una
verdadera experiencia”, dice Sergio Bizzio quien hizo música toda la vida
aunque no distingue un La de un Re. Se puede quedar horas pulsando unas pocas
notas en una sola cuerda en estado de abstracción. Supersiempre está a punto de
sacar su segundo disco, Los hielos de América latina, en medio de una ola de
conflictos entre los integrantes de la banda. “Este es un disco mucho más
comercial que el primero que es una pelota de ruido y electricidad. Digo que
este disco es más comercial porque debe tener al menos unos 30 segundos de
melodía. Una parte de la banda no quería ni la más mínima melodía y otra parte
sí. La banda está fragmentada. Es una banda extrema en ese sentido: 30 segundos
de melodía generan discusiones “, explica Bizzio.
–Cuándo
escribís, ¿escuchás música?
–No,
escribo en silencio, la música me distrae. ¿Viste que increíblemente la música
es una de las cosas que menos se escucha? Muy poca gente escucha música. Parece
mentira pero es así. La música es algo de fondo, algo para bailar, la gente
habla encima de la música. Yo pongo un disco, apago la luz y me tiro en un
sillón a escucharlo de punta a punta. Escucho música como leo un libro: no se
puede leer un libro bailando o conversando con otro.
Una versión de esta nota fue publicada en Miradas al Sur el 25 de noviembre de 2012.
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